Una noche, un atardecer
por: Katherine Pontarolo-Maag
Con el flequillo siempre echado a un lado, María veía al mundo por la montura cuadrada de sus pequeñas gafas, con los ojos curiosos. Vivía en un pueblito de la costa mediterránea, trabajando por el día como pintora, captando con su pincel la belleza fugaz de una mariposa en vuelo o algún aspecto del paisaje que siempre la rodeaba y por la tarde, como camarera en un restaurante pintoresco que daba al mar. Le gustaba imaginar que el tiempo se detenía un poco cuando le echaba cintas de miel pegajosa a su té cada mañana.
Solía levantarse al amanecer cuando el sol se asomaba lentamente, convirtiendo el horizonte líquido en un foco de luz, cuyos rayos brincaban caprichosamente encima de las olas, nadando a su manera hacia la orilla. El agua salada dejaba su huella mojada en la arena fina, despertándola suavemente para que ella también brillara con luz trémula.
La energía de la mañana que traía el sol se esparcía por el pueblo acurrucado contra la colina que surgía de la orilla. Casas blancas y sencillas salpicaban la colina, junto con un surtido de tiendas ecléticas. Esperando a que la gente saliera de casa a trabajar, las calles vacías y estrechas se entretejían, bajando la ladera hacia la playa, que esperaba a que los niños jugaran.
Tres muelles se extendían en el mar. Atados a dos de estos, algunos barcos y un puñado de botes se bamboleaban, unos pescadores madrugadores ya se ponían a trabajar, el aire brumoso condensándose en sus pestañas.
El tercero y el más amplio daba hogar al restaurante donde María trabajaba, uno acogedor conocido por su exquisito marisco fresco y su sopa de calabaza. Por fuera no parecía gran cosa –sus muros de madera, cansados de soportar la azotea y la azotea, un tanto blanqueada por el sol—. Pero al entrar por la puerta, que no cabía exactamente en el marco, de inmediato se sentía una calidez que radiaba por el ambiente. Sobre las paredes amarillas había diseños artísticos pintados a mano. Lámparas coloridas colgaban del techo, iluminando una docena de mesas redondas, cubiertas con manteles de color salmón.
Las ventanas grandes dejaban entrar la luz del día y le daban la bienvenida a la vista espectacular del mar, una vista que era especialmente impresionante una noche de verano, cuando vino un hombre por barco al pueblito y entró en el restaurante para cenar. Mientras comía, contemplaba el mar. Las estrellas encontraban sus reflejos floreciendo de la superficie del agua.
“¿Te apetece una copa de vino? La pago yo”. Se oía el susurro del viento. Sólo quedábamos él y yo.
“Vale, está bien” me respondió. Le quité el plato y regresé con dos copas de tinto de verano. Cuando me había sentado me dijo, “¿Sabes? Me recuerdas a ella”, sacando una foto de su billetera, con un poco de tristeza escondida en sus ojos.
“¿Cómo?” Me dio la fotillo gastada. Los colores se habían difuminado.
“Pues, es que mi mamá llevaba gafitas así, como tú. Pero es más que eso, cuando ella se te acercaba, podías sentir la alegría de la vida a su alrededor…”.
No sé por qué, apenas nos conocimos, pero fue como si hubiéramos sido amigos toda la vida. Me contaba de todo y yo, a él.
De carácter dulce, David había crecido al lado del mar, donde el sol del verano blanqueaba su ropa sencilla y dejaba su piel con el color canela. Fascinado por el mar desde niño, se dedicaba al estudio de la flora y fauna marina como biólogo marino. Habitualmente canturreaba mientras trabajaba y su voz, tanto cuando cantaba como cuando hablaba, era tan dulce como la miel.
Las ondas encantadoras de su cabello oscuro reflejaban la luz de la lámpara y parecía tener un brillo en sus ojos, una sonrisa detrás. Acabamos pasando la noche entera charlando, hasta que el sol se levantaba y podíamos ver unas figuras viniendo a los barcos pesqueros…
Con el paso de los años, los detalles de esa noche se desdibujaban poco a poco. David había tenido que irse, solo estuvo en mi pueblo una semana, haciendo un proyecto de investigación sobre la tortuga caguama, que estaba en peligro de extinción. Pero algo de él se quedaba en mi pecho, un cariño que a veces aparecía en mis labios en forma de sonrisa.
Un atardecer, estaba sentada en mi silla favorita justo fuera del restaurante, captando los últimos rayos de luz con mi pincel, cuando oí una voz que venía de detrás de mí.
“¿Te apetece una copa de vino? La pago yo”. Me sonaba mucho la voz pero no pude reconocerla exactamente. Fuera quien fuera, sonreía en ese momento, lo podía oír, pero más que eso, lo sentía.
Al dar la vuelta, los ojos de sonrisa de David se encontraron con los míos. Por poco tumbé mi caballete por levantarme tan rápidamente, dejando caer mi pincel y paleta en el muelle para ir a correr hacia él para abrazarlo.
“¡Tanto tiempo!” le dije, envolviéndolo en mis brazos. Unos tres años habían pasado desde que nos habíamos visto por última vez.
“Nunca te he olvidado” me dijo, pero no tuvo que decírmelo. Por su cara, ya lo sabía.
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